LICORICE PIZZA :

La ilusión ante el recuerdo de un amor

 – Por Mauricio Orozco
@Eralvy

Hablar del amor siempre es una base para desarrollar narraciones que tratan de reflexionar a partir de uno de los temas más recurrentes para la humanidad. Estas exploraciones nos han ayudado a entender la complejidad de dicho concepto, y nos han mostrado que además sería imposible hablar de este tema sin acercarnos al deseo, desde sus distintas variaciones, y a la seducción como motor de éste. Sin embargo, cuando pensamos en el amor en el cine, normalmente caemos ante las romantizaciones más burdas que nos han instruido sobre este sentimiento como un ideal, sin dejarnos acercarnos con detalle ante lo catastrófico que puede ser el ritual de enamoramiento.  

Licorice Pizza (2021), la más reciente película escrita y dirigida por Paul Thomas Anderson, enmarca una historia cotidiana y honesta de amor juvenil que se enfoca en los tropiezos del ritual de enamoramiento entre Alana y Gary, dos jóvenes guiados por la seducción y el deseo. Sin embargo surge un impedimento que plantea una limitación moral entre ellos, debido a la diferencia de edad, que genera una imposibilidad a que se concrete una relación, lo cual dará pie para desarrollar el camino que deberán sortear hacía la madurez que les permita estar juntos. Esta historia, además, se sitúa desde la memoria y el imaginario del pasado, donde por medio de la sutileza de su puesta en escena y vívidas ambientaciones, nos transporta al Valle de San Fernando, California durante la década de los setentas, pero no para abrazarse de la nostalgia como mero ejercicio estético, sino para transformarle en un espacio lúdico en donde el pasado se forja como un espacio fantástico para recordar e imaginar aquello que pudo ser, para ficcionar sin melancolizar. 

Anderson desarrolla una narración con una aparente espontaneidad y simpleza que simulara no tener una guía clara o un gran desarrollo, aprovechando esta característica para evitar las complicaciones y partir de esa sencillez entrelazando la historia de Alana y Gary con subtramas que fungen como complemento y contraste frente al desarrollo de su relación. En esas subtramas que se presentan como una antología de anécdotas transversales, Anderson aprovecha para hacer un acercamiento meta-cinematográfico a Hollywood, en donde no busca enaltecer o embellecer desde los excesos, sino que lo toma como oportunidad para mofarse de la solemnidad y el aura que comúnmente vemos sobre el mundo cinematográfico estadounidense.

En ese sentido entendemos que después de una pausa, Paul Thomas Anderson vuelve a California, dejando atrás la elegancia y refinación del mundo de Reynold Woodcock en Phantom Thread (2017), y retoma el ambiente californiano desde lo catastrófico de “Doc” Sportello en Inherente Vice (2014), lo irreverente de Eddie Adams en Boogie Nights (1997), sumando lo pasional y desenfrenado de Barry Egan en Punch-Drunk Love (2002). Usándolo como pretexto para crear una narración con tintes autobiográficos y multi-referenciales que retoman la búsqueda del director por armar una cartografía de su natal California, como lo hemos visto en gran parte de su filmografía.

En realidad pareciera que Anderson busca que esta pieza sea más metalingüística que biográfica. Comenzando por la selección de su cast en donde decide que Alana sea encarnada por Alana Haim, integrante de la banda “Haim”, con quien ha colaborado en varias ocasiones en la realización de videoclips para su banda, y en el papel de Gary a Cooper Hoffman, hijo del fallecido actor Philip Seymour Hoffman, quien fuera constante colaborador y amigo cercano del director. Igualmente vemos como el director decide que el cine hable desde el cine, que sea Hollywood quien personifique a Hollywood por medio de la incorporación de caras conocidas como la de Sean Penn, Bradley Cooper, Tom Waits, Ben Safdie, Mary Elizabeth Ellis, John C. Reilly y Maya Rudolph quienes dan vida a personajes que parten de una referencia directa a personas del showbiz durante la época, tales como Lucille Ball, William Holden, Mark Robson, Joel Wachs y Jon Peters, quienes sirven como base para la creación de caricaturizaciones abstractas, cada una desconectada de la realidad a su manera.

Así mismo podemos notar guiños a filmes que mantienen rasgos narrativos y estéticos que abren puentes con cintas como Taxi Driver (1976) de Martin Scorsese o The Graduated (1967) de Mike Nichols. Y de la misma manera, vemos gestos auto-referenciales a trabajos previos del director; a partir de los retratos fotográficos con que inicia la película, que nos remiten a la actividad principal de Freddie Quell en The Master (2012), el spot para la campaña del aspirante a alcalde con una estética y formato que nos recuerdan las grabaciones para adultos de Boogie Nights (1997), los planos cerrados ante un beso esperado, los paneos a toda velocidad siguiendo a los personajes quienes corren en contraluz con los aparadores iluminados con luces neon o la tienda de venta de camas de agua que tiene el personaje de Gary Valentine, haciendo un hermoso homenaje a su padre como Deam Trumbell, el vendedor de colchones en Punch-Drunk Love (2002).  

La película es un homenaje en muchos niveles, es una forma en que el director no solo presenta su amor a su geografía natal, a su obra, al cine que le ha formado, pero también a las anécdotas personales que surgen desde la cotidianidad juvenil, conectando con las búsquedas naturales que todos tenemos en busca de nuestra identidad, nuestros lazos sociales o amorosos que surgen sin importar el contexto.

La fotografía es uno de los elementos técnicos con los que Anderson más ha experimentado a lo largo de su obra, encontrando la practicidad en los movimientos simples, la belleza e intimidad del plano cercano y la potencia narrativa de recursos más elaborados como el plano secuencia, en donde gracias al milimétrico manejo de las acciones, el tiempo, la luz, las sombras, el color y los movimientos se denota el control y la elegancia que ya sean vuelto tan característicos de su cine. Siendo este uno de los elementos que demuestran la destreza y libertad para articular una relación fluida desde ese primer diálogo entre Alana y Gary en donde se establece el tono con el que la cámara contribuirá a la fantasía de sentirse inmerso junto a los personajes. 

Licorice Pizza es un bellísimo recordatorio de cómo el amor y sus claroscuros son parte fundamental de la vida y cómo incluso punzando y confrontando con ideas que ante la mirada actual podrían ser consideradas inadecuadas, racistas u homófobas, se demuestra que el pasado y su misticismo es un campo perfecto para dialogar y reflexionar sobre el presente. Una película que más que buscar contarnos algo, busca hacernos sentir la experiencia ajena.   

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